Salpicados de tempestuosa y espontánea verbigracia, luciérnagas en la noche de la imaginación creadora, penachos de la divina inspiración, los artistas descuellan del resto de los mortales por su originalidad y gracia. En la república de Finlandia los hay como ningunos y allí son, con sus excentricidades y quizá como en ningún otro pueblo del mundo, considerados y respetados.
Los lugareños de Savo, región central de esta comarca boreal, son gentes de buen humor, con el gusto por la metáfora y un arte de vivir comparable sólo al que se encuentra en el sur, por tierras de Andalucía. Un inspirado refranero les enseña a reírse de sí mismos antes de que lo hagan los demás, que un tropiezo impide una caída, a tomar este día por las riendas porque mañana traerá otras nuevas y a desconectar la voz cuando la cabeza esté vacía.
En una apartada aldea de esta frondosa provincia rociada de lagos, lagunas y charcas, surgió volando por encima de las pestañosas colinas verdes, las casas construidas con troncones de árboles, y las vacas sorprendidas por tan extraña, alada y picuda presencia, una garza.
La garbosa y reservada ave llegó inexplicablemente sola, y así permaneció, herida de soledad, hasta que paulatinamente se fue arrimando cada día más al pueblo y sus habitantes.
Desentumecía sus alas blancas en aquel mar de olas verdes que el viento mecía, y que escasos meses atrás aún cubría un manto blanco de nieve, cuando fue descubierta por un grupo de mozalbetes, camino de la escuela. La boca de los niños, con un rosco de sorpresa, se colmó de ternura por tan insólito pájaro. En voz baja para no espantarlo, enroscaron sus palabras en torno de sus largas patas, su desconsolada y curiosa mirada y su destreza aerodinámica que algún soñador, frotándose los ojos de incredulidad, creyó avistar por la ventana del colegio.
Uno aseguró que había volado desde los montes del norte de África buscando un poco del frescor de los lagos de Finlandia. Otro más pequeño reparó con agudeza que si venía de tan lejos había de tener mucha hambre y decidió, en un gesto aplaudido por todos, sacrificar el batracio que llevaba en un tarro de cristal y que había atrapado en el estanque esa misma mañana.
La garza aguzó los sentidos ante el manjar que le ofrecía la manecilla extendida y, sin miedo alguno pero con circunspección solemne, acercó su pico y se tragó de dos gaznadas aquel bocado exquisito. Un saltito en el aire con las alas blancas abiertas, como para abrazar a todo aquel hospitalario mundillo, coronó la ceremonia como una recompensa que provocó la algazara abierta de los niños.
Saltaba siempre con la misma pantomima de regocijo exultante, salta que baila y salta, cuando se le acercaba algún mozalbete a obsequiarla con una lombriz o alguna rana, su delicias preferidas. Insólita visión la de aquel exótico animal domesticado sin esfuerzo danzando a saltitos y cortando el aire con sus grandes alas blancas; baila que salta y baila.
Tanto se familiarizó la garzota con los aldeanos que ya se paseaba por el pueblo como Pedro por su casa detrás de los niños como si fuera uno más. Aquella extravagante ave migratoria, venida del sur, personificó en poco tiempo la atracción circense más preciada de toda la provincia. Visitantes venidos de muy lejos ansiaban contemplar con sus propios ojos la inexplicable aparición que daba pie a toda clase de fantasías delirantes, comentarios sin juicio, ilustraciones académicas, réplicas y contra réplicas, manifiestos y coletillas.
En menos que canta un gallo, aquel zanquilargo volador, se había convertido en el objeto de una envidia apenas disimulada. En aquel lugar, que espontáneamente perdió su nombre para apodarse “el pueblo de la garza”, todos se regocijaban públicamente de la presencia entre ellos de tan valioso volátil.
No existía memoria humana que recordara un hecho semejante y ninguno de los anales más antiguos del pueblo mencionaba la figura de tan exótico animal entrometido tan espontánea y cariñosamente en la vida del lugar. Llegaron incluso a pensar, los más místicos, con alguna extraña razón, que aquella ave no podía ser sino el espíritu de alguno de ellos que volvía desde muy lejos.
Un detalle, fuera como fuere, y no sin importancia, preocupaba sin embargo a los granjeros. Desde el mismo día en que aquel etéreo trotamundos rondó la aldea, las vacas alborotadas casi no daban leche. Había disminuido de tal manera la cantidad diaria del preciado lácteo que tuvieron que rendirse a la evidencia de la desazón vacuna. La causa del infortunio no podía ser otra que la omnipresencia del extraño y alado aventurero.
No sin pesadumbre y una cierta amargura se consideró, un día triste para todos, primero a modo de posibilidad y luego de determinación unánime, que había que deshacerse cuanto antes del cariñoso picudo so pena de quedarse sin leche en un plazo muy breve. Tarea fácil no fue. Se dudaba largamente sobre el destino del reyezuelo blanco. Algunas proposiciones se descartaron inmediatamente por inhumanas, mientras brillantes ocurrencias se adoptaban como alternativas. Estos, planteaban ofrendar la cigoñuela al pueblo vecino que hubiese aceptado el convenio con satisfacción. Aquellos argumentaban, no sin razón, que a la larga hubiesen sufrido las vacas del lugar, primero, y luego los aldeanos las mismas consecuencias.
El zoológico de Helsinki aceptó incondicionalmente y sin remilgos hacerse cargo del animal si alguien lo conducía a la capital distante de unos cientos de kilómetros de allí.
Al día siguiente, después de una noche consejera, se profirió un nombre que consensuó el acuerdo general para tan importante tarea: Elina Karjalainen, la entrañable cuentista de aquella apartada orilla, admirada de todos, pero querida más aún por los niños de varias generaciones. Sus relatos infantiles, cuyo héroe urbano es la mitológica encarnación de un oso juicioso y sosegado, pero de peluche para que no asuste, han amparado la niñez de muchos y causado la admiración de todos. La prolífica personalidad, defensor baluarte de la naturaleza y los animales es, por añadidura, hada madrina de muchos niños huérfanos del mundo.
Elina, la serena septuagenaria fue, sin saberlo, señalada por el destino con el aliento de sus paisanos para sacar de apuro al volantón extraviado entre los rumiantes pastorales. La escritora de candorosa literatura, concernida, se comprometió a satisfacer la encomienda por el bien colectivo.
De tierna y observadora mirada, profunda conocedora de los animales, Elina dedicó unas palabras serenas a la espigada avecilla mientras sosegadamente iba abriendo su mano extendida para ofrecerle en bandeja unas ancas de rana que los niños habían sorprendido en la misma e inagotable charca.
El infalible instinto del animal le reveló enseguida que nada tenía que temer de aquel humano de blanca testuz y fue inmediatamente aceptada con unos alegres saltos de bienvenida. Más que simplemente aceptada, el errante zancón la distinguió de paladina e inseparable protectora y la siguió desde entonces a todas partes como un perrito faldero.
El traslado a la capital se realizó por ferrocarril y fue el viaje más delicioso que jamás hubiera realizado la longeva prosista. La garceta, abrigada y segura a su lado, fue el objeto de los merodeos, curiosidades y consultas de un sinfín de viajeros atraídos por tan insólito pasajero. La anciana contestaba a todo sonriente y complacida.
Tras pocas horas, el tren atracó por fin en la estación de la capital. La escritora con su ave migratoria bajo su ala protectora se dirigió, acto seguido, al hotel Kurki, cuyo nombre curiosamente significa garza en finés, a escasa distancia, y donde era archiconocida y siempre atendida con esmero. El lujoso restaurante del céntrico parador solía ofrecerle con frecuencia un confortable rincón de encuentro con otros artistas o con los editores de la capital.
Su aparición, sin embargo y con la garza por compaña, le valió en la recepción el silencio asertivo de los empleados embobados por tan extravagante fantasía. No menos silenciosa fue la acogida de la clientela del restaurante al reparar en la insólita pareja que venía de acomodarse en una mesa contigua.
Cuando el estupefacto mozo se les acercó, inseguro, para servirles, Elina Karjalainen, con toda la naturalidad del mundo, como si aquella circunstancia sólo fuera un detalle de la más cotidiana usanza, solicitó un expreso para ella, como de costumbre, y para el pájaro unas ancas de rana.
El camarero turulato tomó nota del extraordinario pedido y se encaminó dubitativo, rascándose el colodrillo, hacia la cocina para volver minutos después con una bandeja donde portaba el café, pero ni rastro alguno de rana. El pobre empleado se deshizo en disculpas por la imposibilidad de satisfacer el inusitado pero legitimo encargo pues no encontró en todo el menú del hotel especialidad que contuviese anca de rana, ni batracio por el estilo que valga. La escritora aceptó impasible la argumentación, bebió a sorbitos pausados su café resoplando para enfriarlo mientras miraba por encima de sus gafas y cuando por fin se encauzaban hacia la salida, musitó en dirección de la garza esto, que algunos pudieron oír: “jamás volveremos a un lugar con tan pésimo servicio”.
Los lugareños de Savo, región central de esta comarca boreal, son gentes de buen humor, con el gusto por la metáfora y un arte de vivir comparable sólo al que se encuentra en el sur, por tierras de Andalucía. Un inspirado refranero les enseña a reírse de sí mismos antes de que lo hagan los demás, que un tropiezo impide una caída, a tomar este día por las riendas porque mañana traerá otras nuevas y a desconectar la voz cuando la cabeza esté vacía.
En una apartada aldea de esta frondosa provincia rociada de lagos, lagunas y charcas, surgió volando por encima de las pestañosas colinas verdes, las casas construidas con troncones de árboles, y las vacas sorprendidas por tan extraña, alada y picuda presencia, una garza.
La garbosa y reservada ave llegó inexplicablemente sola, y así permaneció, herida de soledad, hasta que paulatinamente se fue arrimando cada día más al pueblo y sus habitantes.
Desentumecía sus alas blancas en aquel mar de olas verdes que el viento mecía, y que escasos meses atrás aún cubría un manto blanco de nieve, cuando fue descubierta por un grupo de mozalbetes, camino de la escuela. La boca de los niños, con un rosco de sorpresa, se colmó de ternura por tan insólito pájaro. En voz baja para no espantarlo, enroscaron sus palabras en torno de sus largas patas, su desconsolada y curiosa mirada y su destreza aerodinámica que algún soñador, frotándose los ojos de incredulidad, creyó avistar por la ventana del colegio.
Uno aseguró que había volado desde los montes del norte de África buscando un poco del frescor de los lagos de Finlandia. Otro más pequeño reparó con agudeza que si venía de tan lejos había de tener mucha hambre y decidió, en un gesto aplaudido por todos, sacrificar el batracio que llevaba en un tarro de cristal y que había atrapado en el estanque esa misma mañana.
La garza aguzó los sentidos ante el manjar que le ofrecía la manecilla extendida y, sin miedo alguno pero con circunspección solemne, acercó su pico y se tragó de dos gaznadas aquel bocado exquisito. Un saltito en el aire con las alas blancas abiertas, como para abrazar a todo aquel hospitalario mundillo, coronó la ceremonia como una recompensa que provocó la algazara abierta de los niños.
Saltaba siempre con la misma pantomima de regocijo exultante, salta que baila y salta, cuando se le acercaba algún mozalbete a obsequiarla con una lombriz o alguna rana, su delicias preferidas. Insólita visión la de aquel exótico animal domesticado sin esfuerzo danzando a saltitos y cortando el aire con sus grandes alas blancas; baila que salta y baila.
Tanto se familiarizó la garzota con los aldeanos que ya se paseaba por el pueblo como Pedro por su casa detrás de los niños como si fuera uno más. Aquella extravagante ave migratoria, venida del sur, personificó en poco tiempo la atracción circense más preciada de toda la provincia. Visitantes venidos de muy lejos ansiaban contemplar con sus propios ojos la inexplicable aparición que daba pie a toda clase de fantasías delirantes, comentarios sin juicio, ilustraciones académicas, réplicas y contra réplicas, manifiestos y coletillas.
En menos que canta un gallo, aquel zanquilargo volador, se había convertido en el objeto de una envidia apenas disimulada. En aquel lugar, que espontáneamente perdió su nombre para apodarse “el pueblo de la garza”, todos se regocijaban públicamente de la presencia entre ellos de tan valioso volátil.
No existía memoria humana que recordara un hecho semejante y ninguno de los anales más antiguos del pueblo mencionaba la figura de tan exótico animal entrometido tan espontánea y cariñosamente en la vida del lugar. Llegaron incluso a pensar, los más místicos, con alguna extraña razón, que aquella ave no podía ser sino el espíritu de alguno de ellos que volvía desde muy lejos.
Un detalle, fuera como fuere, y no sin importancia, preocupaba sin embargo a los granjeros. Desde el mismo día en que aquel etéreo trotamundos rondó la aldea, las vacas alborotadas casi no daban leche. Había disminuido de tal manera la cantidad diaria del preciado lácteo que tuvieron que rendirse a la evidencia de la desazón vacuna. La causa del infortunio no podía ser otra que la omnipresencia del extraño y alado aventurero.
No sin pesadumbre y una cierta amargura se consideró, un día triste para todos, primero a modo de posibilidad y luego de determinación unánime, que había que deshacerse cuanto antes del cariñoso picudo so pena de quedarse sin leche en un plazo muy breve. Tarea fácil no fue. Se dudaba largamente sobre el destino del reyezuelo blanco. Algunas proposiciones se descartaron inmediatamente por inhumanas, mientras brillantes ocurrencias se adoptaban como alternativas. Estos, planteaban ofrendar la cigoñuela al pueblo vecino que hubiese aceptado el convenio con satisfacción. Aquellos argumentaban, no sin razón, que a la larga hubiesen sufrido las vacas del lugar, primero, y luego los aldeanos las mismas consecuencias.
El zoológico de Helsinki aceptó incondicionalmente y sin remilgos hacerse cargo del animal si alguien lo conducía a la capital distante de unos cientos de kilómetros de allí.
Al día siguiente, después de una noche consejera, se profirió un nombre que consensuó el acuerdo general para tan importante tarea: Elina Karjalainen, la entrañable cuentista de aquella apartada orilla, admirada de todos, pero querida más aún por los niños de varias generaciones. Sus relatos infantiles, cuyo héroe urbano es la mitológica encarnación de un oso juicioso y sosegado, pero de peluche para que no asuste, han amparado la niñez de muchos y causado la admiración de todos. La prolífica personalidad, defensor baluarte de la naturaleza y los animales es, por añadidura, hada madrina de muchos niños huérfanos del mundo.
Elina, la serena septuagenaria fue, sin saberlo, señalada por el destino con el aliento de sus paisanos para sacar de apuro al volantón extraviado entre los rumiantes pastorales. La escritora de candorosa literatura, concernida, se comprometió a satisfacer la encomienda por el bien colectivo.
De tierna y observadora mirada, profunda conocedora de los animales, Elina dedicó unas palabras serenas a la espigada avecilla mientras sosegadamente iba abriendo su mano extendida para ofrecerle en bandeja unas ancas de rana que los niños habían sorprendido en la misma e inagotable charca.
El infalible instinto del animal le reveló enseguida que nada tenía que temer de aquel humano de blanca testuz y fue inmediatamente aceptada con unos alegres saltos de bienvenida. Más que simplemente aceptada, el errante zancón la distinguió de paladina e inseparable protectora y la siguió desde entonces a todas partes como un perrito faldero.
El traslado a la capital se realizó por ferrocarril y fue el viaje más delicioso que jamás hubiera realizado la longeva prosista. La garceta, abrigada y segura a su lado, fue el objeto de los merodeos, curiosidades y consultas de un sinfín de viajeros atraídos por tan insólito pasajero. La anciana contestaba a todo sonriente y complacida.
Tras pocas horas, el tren atracó por fin en la estación de la capital. La escritora con su ave migratoria bajo su ala protectora se dirigió, acto seguido, al hotel Kurki, cuyo nombre curiosamente significa garza en finés, a escasa distancia, y donde era archiconocida y siempre atendida con esmero. El lujoso restaurante del céntrico parador solía ofrecerle con frecuencia un confortable rincón de encuentro con otros artistas o con los editores de la capital.
Su aparición, sin embargo y con la garza por compaña, le valió en la recepción el silencio asertivo de los empleados embobados por tan extravagante fantasía. No menos silenciosa fue la acogida de la clientela del restaurante al reparar en la insólita pareja que venía de acomodarse en una mesa contigua.
Cuando el estupefacto mozo se les acercó, inseguro, para servirles, Elina Karjalainen, con toda la naturalidad del mundo, como si aquella circunstancia sólo fuera un detalle de la más cotidiana usanza, solicitó un expreso para ella, como de costumbre, y para el pájaro unas ancas de rana.
El camarero turulato tomó nota del extraordinario pedido y se encaminó dubitativo, rascándose el colodrillo, hacia la cocina para volver minutos después con una bandeja donde portaba el café, pero ni rastro alguno de rana. El pobre empleado se deshizo en disculpas por la imposibilidad de satisfacer el inusitado pero legitimo encargo pues no encontró en todo el menú del hotel especialidad que contuviese anca de rana, ni batracio por el estilo que valga. La escritora aceptó impasible la argumentación, bebió a sorbitos pausados su café resoplando para enfriarlo mientras miraba por encima de sus gafas y cuando por fin se encauzaban hacia la salida, musitó en dirección de la garza esto, que algunos pudieron oír: “jamás volveremos a un lugar con tan pésimo servicio”.
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